La Romieu y los gatos de Angéline

La Romieu y los gatos de Angéline

En el año 1062, volviendo del peregrinaje a Roma, dos monjes alemanes deciden dedicar lo que les queda de vida a la oración y buscan un lugar solitario apto a tal intención. Al pasar por Toulouse, encuentran un sitio adecuado en el bosque de Firmacon y gracias al vizconde de Lomagne, el propietario del lugar, fundan la ermita de la Romieu, que ahora es un pueblo bonito de la Vía Podiensis del camino de Santiago de Compostela. No en vano, en gascón la palabra roumieu indica ‘el peregrino de Roma’ y más en general arroumîu ‘el peregrino’.
La Romieu se encuentra efectivamente en Gascuña, en el departamento del Gers y en la región de Midi-Pyrénées; estamos en una antigua tierra de cadetes, a pocos kilómetros del castillo de Castelmore donde nació d’Artagnan. Sobre las colinas de girasoles y los pastos los azules y las nubes evocan a Magritte.
Unos veinte años después del regalo hecho a los dos monjes, el vizconde de Lomagne renueva la donación de la ermita y de la comunidad que se ha desarrollado alrededor de ésta, a la abadía benedictina de San Victor de Marsella que, en 1258, la cede a su vez a Alfonso conde de Poitiers y de Toulouse, hijo del rey Luis VIII.
No obstante, sólo más tarde, entre 1312 y 1318, el asentamiento monástico de la Romieu crecerá lo suficiente para adquirir verdadera importancia; durante estos seis años, el cardenal Arnaud d’Aux, que había sido obispo de Poitiers y era familiar, además de compañero de estudios jurídicos en la Universidad de Bolonia, de Clemente V, primer papa de Aviñon, hará construir una iglesia consagrada a San Pedro, un claustro y el palacio del cardenal.
La iglesia, de una sola nave de 37 metros, y el claustro se pueden todavía visitar, así como las dos torres que, edificadas poco después, esconden cada una su valiosa peculiaridad. La torre cuadrada conserva en su interior una escalera de doble hélice - es decir con una rampa de subida y otra de bajada - que se articula alrededor de un cuerpo central; una estructura realmente singular para la época, quizás inspirada en la escalera que lleva a la torre linterna del famoso Castillo de Chambord. La planta baja de la otra torre, octogonal, conserva aún en la sala de la sacristía estupendos frescos polícromos del siglo XIV con representaciones de ángeles, símbolos esotéricos y figuras de otros personajes. La tumba de Arnaud d’Aux, al cual La Romieu debe sin duda gran parte de su historia y belleza, se encuentra en el interior de la iglesia de San Pedro.
Llegando a la plazuela principal del pueblo, se descubrirá sin embargo que además de Arnaud hay La Romieu hace gala de otros personajes. Se trata de los gatos, muchos gatos, y no sólo en carne y hueso, sino también esculpidos en la piedra: por ejemplo, en los edificios de alrededor hay un gato saliendo de la ventana, mientras otro duerme en el alféizar y otro se pasea por la repisa; uno se rasca la oreja y otro al acecho, se prepara para saltar a la plaza…
Entre ellos hay una figura, con rostro y busto de mujer y orejas de gato; se llama Angéline y es la protagonista de la leyenda que un día el escultor Maurice Serreau oyó a una abuela contar a su nieto. A partir de aquel momento, estamos a principios de los Noventa, Serreau decide dedicarse a esculpir gatos para repoblar el pueblo y así la leyenda, conocida por unos pocos viejos, recobra vida y vuelve a ser contada a todos los que pasan por aquí.
La historia cuenta de una niña llamada Angéline que nació en el lejano 1338 y, al quedar huérfana, fue adoptada y criada por una familia de vecinos. Desde su nacimiento, los mejores amigos de Angéline fueron los gatos: la niña siempre tenía dos o tres gatos a su alrededor cuando andaba por los callejones del pueblo o por los caminos del campo. En 1342 comenzó sin embargo una temporada de hambruna: los inviernos eran helados y las primaveras tan lluviosas que se hizo imposible cultivar las tierras. Arnaud d’Aux ayudó a los habitantes con las provisiones del monasterio, pero no bastaban, la gente empezó a morir de hambre y los aldeanos se vieron obligados a matarían los numerosos gatos que vivían en La Romieu para sobrevivir.
La familia de Angéline, consciente de su loco amor por ellos, le permitió ocultar en el granero un gato y una gata. Los meses pasaron, pero la pobreza y la hambruna no, y Angéline seguía ocultando en el granero sus gatos, que ahora en lugar de dos eran veinte.
Al quedarse sin gatos, el pueblo fue pronto invadido por las ratas que devoraban la ya escasa cosecha. Los muertos de repente aumentaron, y entonces Angéline decidió confesar a todo el mundo su ‘traición’ y entregó un gato a cada familia.
Las ratas desaparecieron en poco tiempo: Angèline y los gatos salvaron así el pueblo.
Ella creció y cuanto más mayor se hacía, más tiempo pasaba con sus felinos y más se parecía a ellos; aún hoy en día se cuenta que con el paso de los años, las orejas de Angéline se alargaron cada vez más hasta convertirse en orejas de gato y que sus ojos adquirieron expresiones más parecidas a miradas felinas que a miradas humanas.


Text & Foto: Nicoletta De Boni; Trad.: Paolo Gravela © CAP Gazette
Septiembre 2014