Obedecí. Abrí las páginas de Crimen y castigo y comencé mi undécimo intento de lectura. Habían sido diez fracasos, diez, y no esperaba ir más allá que la última vez. Pero, de repente, Raskólnikov, hacha en mano, va y mata a la vieja Ivánovna y en medio del chas, chas, de los hachazos, supe que ya no podría parar de leer. Así fue. Crimen y castigo fue leída de cabo a rabo, sin prisas, con mucho cuidado. Pasé del crimen al castigo y sin darme cuenta, acabé en Siberia en lo que me pareció un pispás. Cerré el libro todavía consternado.
No me gusta Dostoyevski, sigue sin gustarme, aunque el verbo gustar no es el adecuado, nunca lo es cuando se lee en serio. Dostoyevski me abruma, despierta mi mal humor, ¡hasta me deprime! Intensamente, además. Y al mismo tiempo, me interesa muchísimo, me fascina. Tengo que reconocer que el retrato de sus personajes es impecable (¡Dostoyevski! ¡Qué gran psicólogo!). Este autor es mi adversario, no creo que vaya a ser mi amigo, pero no puede negársele grandeza y tras cada combate entre su escritura y mi lectura regreso a la vida con la derrota en el rostro y más sabio que me fuí. En suma, Crimen y castigo ha dejado una huella muy profunda en mi relación con los libros.
Luego vinieron Memorias del subsuelo, El idiota y Los hermanos Karámazov y qué les voy a contar. Sólo les daré la orden que recibí tiempo atrás: ¡Léanlas! Al menos, lean una de ellas.
Cuando volví a encontrarme con la editora que me ordenó leer Crimen y castigo, lo primero que me dijo fue: ¿Ya te la has leído? Pudo verme en la cara que sí. Sonrió, ladina, y me preguntó: ¿Quién te había dicho que leer iba a ser fácil?
No se desanimen: no es fácil, pero se aprende mucho y bueno.