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Por el arcén de la carretera

Por el arcén
Se fueron después de cenar; no era muy tarde pero la oscuridad era densa como si estuvieran ya en medio de la noche. Caía tanta agua que en cuanto penetraron en el valle las pocas ganas de hablar que aún le quedaban desaparecieron del todo.
Él conducía, estaba acostumbrado al mal tiempo y además conocía al dedillo la carretera; o esto por lo menos se deducía viéndolo tan tranquilo. Golpeaba los índices encima del volante, arqueaba un poco la espalda siguiendo el ritmo de la música que ponían en la radio, pero tenía quizás un carácter demasiado reservado para además ponerse a cantar. De vez en cuando, sacaba el cuello y cerraba un poco los ojos para ver mejor entre los chorros que rayaban el cristal.
Ella estaba convencida que dentro de aquel negro espeso, al costado del camino que recorrían debía de haber un riachuelo y no lograba quitarse de la cabeza que en cualquier momento pudiera desbordar y, como una riada, arrastrarlos hasta Dios sabe dónde. Nadie se hubiera dado cuenta, porque casi no pasaban coches por allí y las pocas casas que habían encontrado tenían pinta de estar vacías, con más oscuridad dentro de la que las rodeaba por fuera. Se preguntaba cuánto tiempo hacía que la gente se había marchado. Eran edificios suficientemente grandes como para hospedar a más familias. O seis, siete, ocho hijos como antaño se acostumbraba tener. Se preguntaba hacia donde habían ido. Sabía que en los siglos pasados muchos hombres de por allí se los habían llevado a construir vías del tren hasta las estepas más lejanas, pero esas casas eran más recientes.
Èl le habría podido contar unas cuantas historias de aquella tierra, pero a nadie de los dos les apetecía tomarse la confianza para discurrir sobre ello. A pesar de que no podía ver casi nada, dándole un poco la espalda, ella seguía mirando fijamente la ventanilla, mientras que él, aparentando que no la espiaba, guardaba en los ojos una media sonrisa que nunca terminaba de abrirse. Vete a saber porqué. Era la misma de cuando se habían conocido, la misma del día anterior, la misma de antes de cenar.
De repente se oyó un golpe sordo, ella gritó. Tapándose los ojos, se giró hacia él, intentando alejarse del lugar de donde había procedido el ruido. Él perdió el control del coche, apenas frenó pero fue suficiente para que patinaran unos metros. Cuando se pararon, habían virado y estaban de cara al bosque. Bajó la música y el silencio se hizo tan grande que logró cubrir el sonido de la lluvia. Ella se acercó hasta la puerta pero con un gesto rápido la cogió por un brazo. – Quédate aquí, quédate quieta.
Miró por el retrovisor pero no vio nada. Bloqueó las puertas y con un dedo le indicó que no hablara. Los faros apuntaban al bosque, estaba segura que no había nadie andando por el arcén.
- Ayer en un periódico…
- Por favor, no hables, si hemos atropellado a un animal es mejor que no le asustemos más.
¿Quedaba descartada la posibilidad que se tratara de un ser humano? Se sintió algo aliviada. La vista de los árboles le ayudó a calmarse, volvió a escuchar el agua. Reconocía las hojas de un roble, el haya y poco más. El artículo que había leído el día antes hablaba de un estudio llevado a cabo por distintos países, una investigación que había durado años y que finalmente había revelado cómo se portan los árboles cuando duermen. Para gravar los movimientos de las plantas, los científicos habían utilizado un láser durante las horas nocturnas; los resultados mostraban con extrema claridad que algunas ramas bajaban hasta diez centímetros. Era su manera de relajarse en las horas del descanso.
De repente, algo se movió entre las hojas; cuando se giró para mirar hacia la carretera él se dio cuenta que estaban rodeados por una familia de jabalís, tres eran pequeños. Puso en marcha el coche pero no lo movió, esperó que estuvieran un poco más lejos, dio la vuelta y cuando por fin alumbró el tramo de la carretera por donde acababan de pasar vio una mancha en el terreno.
Lentamente se alejaron y el animal más grande se quedó inmóvil mirándolos, los otros en cambio miraban hacia el bosque; el herido no debía de estar muy lejos.
Habría sido una locura bajar del coche. Tenía que confiar en lo que él le decía; además daba la sensación que supiera muy bien como portarse en estas ocasiones porque hasta ahora no había dudado ni un segundo sobre qué hacer. No había cobertura para llamar desde allí, pero en cuanto llegasen a la frontera, avisaría al agente forestal.
No faltaba mucho, la lluvia afortunadamente ya no caía tan insistente y la música había vuelto a sonar dentro del coche; una voz ronca, pausada, les presentaba la canción que escucharían ahora. Él volvía a tener su media sonrisa.
Ya conducían en un tramo más llano y la carretera poco a poco se hacía más ancha y el bosque menos espeso. Si el paisaje se estaba haciendo más dulce, quería decir que ellos también podrían empezar a decirse algo, contarse por fin una pequeña historia, reñirse de un chiste. O tan sólo mirarse a los ojos. Ella, por ejemplo, podía intentar otra vez contarle la historia de los árboles durmientes. Además, unos años antes, había leído un cuento sobre un señor perdido dentro de un bosque musical, entre un árbol río y un árbol trueno, un árbol allegro y el otro moderato… sin duda una historia muy graciosa para compartir. El autor la había dedicado a los que viven lejos de su patria.
Superaron una pequeña capilla con forma de torre y una verja de hierro que la cerraba; hacia la izquierda, en el lado donde él conducía, se empezaron a ver como unas manchas de vacío, unos huecos dentro de la vegetación. A medida que procedían, quedó claro que las ramas y los matorrales había sido cortados por alguien, no eran caprichos de la naturaleza.
En cuanto empezaron las curvas, los faros del coche iluminaron a un centenar de metros de la carretera una valla de alambre de púas. Debía ser bastante reciente, porque aún no crecía ninguna trepadora y el césped de alrededor estaba bien segado.
- Lo ponen para que no entren las malas hierbas.
Le parecieron cientos de miles de metros y, en cambio, llevaban tan sólo unos pocos minutos avanzando junto al alambre. Un lobo se había quedado atrapado en la valla, pero el coche no se paró. No podían atreverse a bajar justo ahora. Tampoco lo hicieron más tarde, delante del ciervo agonizante, ni cuando vieron las patas enredadas del corzo.
Pasaron la frontera sin que nadie les controlara los pasaporte. Las guardias les desearon unas buenas noches y les aconsejaron ir con cuidado porque al otro lado del túnel estaba a punto de irrumpir un temporal.


Text&Foto: Vita Boni © CapGazette
Junio 2016

L’arte di comporre, l’arte di tradurre ● L’art de compondre, l’art de traduir

L'arte di comporre, l'arte di tradurre - L'art de compondre, l'art de traduir


Una poesia di Víctor Verdú e la nostra traduzione in italiano. In omaggio agli equilibri e alle misure tra i suoni e i segni.

Un poema de Víctor Verdú i la nostra traducció a l'italià. En homenatge als equilibris i a les mesures entre els sons i els signes.



aquesta nit
comença el món
la primavera
la carn, el déu
el temps, comences
tu, net, infant
aquesta nit
neix la muntanya
s’esquerda el cant
batega el mar
et converteixes
en rodamón
per fi desprès
de l’enfarfec
de cambres fosques
comença el verb
comença el gest
comença tot
des de l’arrel
fins a l’estel



stanotte
comincia il mondo
la primavera
la carne, il dio
il tempo, cominci
tu, nitido, neonato
stanotte
nasce la montagna
si sfalda il canto
batte il mare
ti trasformi
in giramondo
infine libero
dall’impaccio
di camere buie
comincia il verbo
comincia il gesto
comincia tutto
dalla radice
fino alla stella


Text: Víctor Verdú
Traduzione in italiano: Paolo Gravela
Foto: CapGazette
5/2016

El carretero

El carretero
(o un sueño exótico en tiempos crueles y desencantados)



No muy lejos de la casa de Lucas, en Sartamea, vivían unos chicos extranjeros “en busca de buena suerte”. Lucas fumaba a menudo con ellos. Una tarde de primavera, casi verano, después de cenar, se quedaron delante de la puerta de su bajo cerca del mar, en el barrio de los pescadores y los traficantes. La noche era fresca, las conversaciones se habían esfumado en el anochecer, quedaban frases cortadas y caladas de humo. Se había hablado de proyectos, intenciones.
- Dicen los chinos que delante de los ojos tenemos el pasado, y detrás del culo el futuro; el futuro es transparencia, pura transparencia: un cristal mate, una cortina de agua.
Antes de irse a dormir, Lucas dio una vuelta hasta la playa. Silencio. Oscuridad. Mar. Los pensamientos parecían dilatados, distraídos, se apoyaban suaves en los pasos lentos. En el cielo negro las nubes eran barbas blancas y filósofas, rostros y bustos de algodón a la luz de la luna.
- Vosotras, barbas blancas en el cielo, afirmaciones, gestos de aire, camuflajes, tiovivos de soplos, ¿de dónde venís? ¿Adónde vais?
Aquel que a Lucas le pareció que increpaba, o interpelaba, el murmurar del cielo, a las tres de la noche, era un anciano carretero. Inclinado hacia adelante, apoyado en un bastón, el andar inestable, arrastraba su carreta en la noche sartamina como recién llegado de la luna.
En cambio, no. No venía de la luna. Ante los ojos sorprendidos de Lucas, las nubes dibujaron en el cielo el mapa de una posible ruta, nombres evocativos, antiguos caminos de mercaderes: en primer lugar un barrio de chabolas de Phnom Penh; luego Imfal, Agra, Jammu y Samarcanda; más tarde Bamiyán, Mazar-e Sarif, Herat, Teherán; finalmente Alepo, Esmirna y Estambul.
El carretero llevaba objetos perdidos, signos mudos, de un idioma lejano; los pies sucios de un camino hecho andando y de distancias medidas en metros.
Estaba bien, hizo un gesto para decir que estaba bien. Tenía mil años y a pesar de todo seguía caminando, con pasos pequeños, por esta ciudad extranjera. Los bigotes de gato, la perilla de punta. Lucas estuvo a punto de preguntarle por Marco Polo, Vasco de Gama. Vaya ideas de… marinero. Al fondo, esbelto encima de una columna, Cristóbal Colón señalaba el mar.
[sin]
[fa]
[ra]
O de verdad había venido andando, pensó Lucas, o bien cerca de Bagdad alguien le habría prestado una alfombra voladora o algo por el estilo, diciéndole:
- ¿Adónde va, Señor?
- A Europa, donde mi hijo.
- ¡Hombre! ¡Está lejos esto!
- ¿Y qué más da?
- Bueno, pues tome esto, para su viaje. Se lo presto. A la vuelta me lo devolverá.
El viejo habría sonreído, bajo la luna de Bagdad - porque es famosa la luna de Bagdad -, luego habría cargado la alfombra en su carro y se lo habría agradecido: shukran yasilan.
- ¡Pero no, señor! es la carreta la que tiene que cargar encima de la alfombra, ¡No al revés!
Estos árabes, habría pensado el carretero, son muy amables, pero cabezones como mulas. Entonces, por educación, una antigua educación, el carretero se habría subido a la alfombra con su carreta: sólo unos kilómetros, habría pensado, luego bajo.
Efectivamente luego se había bajado, porque aprender a volar a cierta edad es una impertinencia:
- Yo camino en el suelo, joven hombre, el cielo se lo dejo a la luna y a las nubes barbudas.
Y las nubes, para agradecérselo, le habían indicado el camino para Sartamea.


Text: Lino Graz (cuentos de Sartamea)
Fotos (Letras árabes sin, fa, ra, raíces del campo semántico del "viaje"): Lino Graz
CapGazette 4/2016

Il carrettiere

Il carrettiere
(o un sogno esotico in tempi crudeli e disincantati)



Non molto lontano dalla casa di Lucas, a Sartamea, abitavano dei ragazzi stranieri “in cerca di buona fortuna”. Lucas fumava spesso con loro. Una sera di primavera, quasi estate, dopo cena, si attardarono sulla porta del loro piano terra vicino al mare, nel quartiere dei pescatori e dei trafficanti. La notte era fresca, le chiacchiere erano calate col buio, restavano frasi mozze e boccate di fumo. Si era parlato di progetti, di intenzioni.
- Dicono i cinesi che davanti agli occhi abbiamo il passato, e dietro il culo il futuro; il futuro è trasparenza, pura trasparenza: un vetro smerigliato, una cortina d'acqua.
Prima di dormire Lucas fece due passi fino alla spiaggia. Silenzio. Buio. Mare. I pensieri parevano dilatati, distratti, poggiavano ovattati sui passi lenti. Nel cielo nero le nuvole erano barbe bianche e filosofe, visi e busti di cotone alla luce della luna.
- Voi, barbe bianche in cielo, affermazioni, gesti d'aria, camuffamenti, giostre di sbuffi, da dove venite? Dove andate?
Colui che a Lucas sembrò apostrofare, o interpellare, il borbottare del cielo alle tre di notte era un anziano carrettiere. Inclinato in avanti, poggiato su un bastone, il passo instabile, tremulo, trascinava il suo carretto nella notte sartamina come arrivato dalla luna.
Invece no. Non veniva dalla luna. Davanti agli occhi stupiti di Lucas, le nuvole disegnarono in cielo la mappa di un possibile percorso, nomi evocativi, strade di commerci antichi: prima un quartiere di baracche di Phnom Penh; poi Imphal, Agra, Jammu e Samarcanda; poi ancora Bamiyan, Mazar-i Sharif, Herat, Teheran; infine Aleppo, Smirne e Istanbul.
Il carrettiere portava oggetti smarriti, segni muti, di una lingua ormai lontana; i piedi sporchi di una strada fatta camminando e di distanze misurate in metri.
Stava bene, fece segno che stava bene. Aveva mille anni e tutto sommato ancora camminava, a piccoli passi, in questa città straniera. I baffi irti del gatto, il pizzo a punta. A Lucas venne da chiedergli di Marco Polo, di Vasco da Gama. Che diavolo di idee da… marinaio. Sullo sfondo, slanciato su una colonna, Cristoforo Colombo indicava il mare.
[sin]
[fa]
[ra]
O davvero era venuto a piedi, pensò Lucas, oppure dalle parti di Bagdad qualcuno gli deve aver prestato un tappeto volante o roba del genere, dicendogli:
- Dove andate, signore?
- In Europa, da mio figlio.
- Ma guardi che è lontana!
- Che importa?
- Tenete, allora, per il vostro viaggio. Ve lo presto. Al ritorno, me lo renderete
Il vecchio avrà sicuramente sorriso, sotto la luna di Bagdad - perché è famosa la luna di Bagdad -, poi avrà caricato il tappeto sul suo carretto e ringraziato: shukran jasilan.
- Ma no, signore! È il carretto che dovete caricare sul tappeto, non il contrario!
Questi arabi, aveva certo pensato il carrettiere, sono davvero gentili, ma testardi come muli.
Allora, per educazione, un’antica educazione, il carrettiere sarà salito sul tappeto col suo carretto: giusto per qualche chilometro, avrà pensato, poi scendo.
Poi infatti era sceso, perché imparare a volare a una certa età è un'impertinenza:
- Io cammino per terra, giovane uomo, il cielo lo lascio alla luna e alle nuvole barbute.
E le nuvole barbute, per ringraziarlo, gli avevano indicato la strada per Sartamea.


Text: Lino Graz (racconti di Sartamea)
Foto (Lettere arabe sin, fa, ra, radici del campo semantico del "viaggio"): Lino Graz
CapGazette 4/2016

Il museo, ovvero tre tentazioni irresistibili

Il museo, ovvero tre tentazioni irresistibili

Un nuovo racconto di Amata Brancaleone


Il labirinto di grotte era ormai diventato un museo. Dopo essersi addentrato, pensando di trovarsi veramente nei luoghi in cui i suoi antenati avevano abitato, si diresse alla galleria dove venivano esposte le opere dei pittori locali. Diede un’occhiata ad alcuni quadri appesi alle rocce, vale a dire ai muri dell'antro. All'improvviso rimase a bocca aperta. C'era uno splendido dipinto dei sassi di Matera. Si vedevano delle case scavate nelle calcarenite e perfino delle chiese nascoste tra i diversi rioni. Immaginò il modo in cui i superstiti delle antiche guerre, fuggitivi, osservando il profondo burrone, sentendo quasi fisicamente la sicurezza che ne proveniva, dovevano aver ringraziato gli Dei. Lui, invece, nel notarne il nome accennato sottilmente nella parte bassa della tela, ringraziò il pittore: il trattamento dei colori era meraviglioso, incomparabile. La straordinaria capacità della città di modificare le sfumature della luce si rifletteva in ogni angolo del dipinto.
Non poté fare a meno di desiderare quel quadro. Gli venne una voglia incontenibile di possederlo.


Prima di andare a letto mi accorsi che sarebbe stata una notte movimentata. Non ero da solo. Non potevo certo scappare, così mi sdraiai anch’io con loro.
Ci conoscevamo da anni, avevamo condiviso molti momenti - molte età - e non di rado ci eravamo lasciati andare a serate folli e intense. Erano sempre loro a prendere l’iniziativa, felici di sorprendermi, ed io le lasciavo fare.
Alla mia destra, come al solito, fredda ma fedelissima, imparziale, lucida, prudente e, a suo modo, démodé, la mia esigente Coscienza. A sinistra, provocante, calda, sensuale, attraente e spudorata, l’universale Tentazione.
Quella sera erano particolarmente eccitate. Appena mi sdraiai sul letto, mi si aggrapparono alla pelle e iniziò il ballo.
- Un uomo libero non reprime i suoi desideri - iniziò vigorosa la Tentazione - e l’arte, come il sesso, non dovrebbe venire pagata, il mercantilismo annega l’arte!
- Questo è un cliché! - esclamò la Coscienza - Non pagare l’arte significa rubare, è una aggressione all’artista, è illegale! Per quanto riguarda la voluttà, invece, siamo d’accordo.
- Il tuo desiderio è insaziabile, l’avidità verrà soddisfatta solo nel momento in cui sarà tua. Il piacere deve essere unicamente tuo, assolutamente tuo, solo tu abbraccerai quell’incommensurabile bellezza!
- Non è vero! L’arte dev’essere goduta dall’intera comunità, non chiusa in casa di un egoista. Ti vanti di essere generoso, altruista, nobile... dove sono finite queste tue qualità?
- Non è colpa tua, non è una tua scelta… è la luce del quadro che ti provoca questo forte desiderio di possederlo, voi umani siete esseri desiderosi e l’idea di ottenerlo in modo disonesto in fondo ti eccita. Ammettilo: ti atteggi a uomo onesto, ma sei un amante dell’illegalità, della truffa e del cinismo!
- Hai perso l’oggettività e la lucidità, stai per giustificare la cupidigia, l’avidità e rifiuti la responsabilità non solo dei tuoi atti, ma addirittura dei tuoi pensieri!
- Questo mondo è una giungla dove importa solo l’interesse individuale. Non fare il santo e agisci come tutti gli umani! Solo tu apprezzi quest’opera d’arte come merita, e l’amerai fedelmente per sempre. Hai il diritto di possederla! Anche lei ti vuole…
- No! Sei angosciato, hai l’anima invasa dal demonio, è una pazzia!
A quel punto ero arrivato al limite, stavo per esplodere. Toccava a me prendere l’iniziativa. Allora mi alzai, mi sdraiai sul divano nel soggiorno, da dove continuai ad ascoltare le voci, il rumore della loro discussione, ma attenuato.


Un raggio di sole gli accarezzava il viso. Era stanco, aveva dormito malissimo... non ne ricordava il motivo, ma si era svegliato sul divano. Ricordava vagamente di aver litigato con qualcuno, ma per quale motivo? Aveva forse sognato?
Improvvisamente ricordò: il quadro! Un sogno anche quello? No, nient’affatto. Ora lo vedeva in modo nitidissimo, la sua luce magica, irresistibile: il quadro esisteva! Sentì il bisogno di rivederlo ancora una volta. Si alzò deciso a tornare al museo.
- Buongiorno - disse all’ingresso. Dentro c’era solo il custode che badava alla piccola galleria. Gli chiese qualche informazione sul “pittore del quadro dei Sassi di Matera”. L’uomo lo guardò interrogativo: c’erano almeno dieci quadri con i Sassi… “gli artisti locali dipingono il paesaggio locale”. Lui insistette, trascinando il custode fino alla sala in cui era appeso. Lo ricordava bene, accanto a quella crosta con la cattedrale al tramonto, indegna di essere esposta.
Ma ecco che davanti a loro apparve solo una striscia di muro bianco:
- Dov’è? Dov’è? Dov’è quella luce? - chiese disperato. Fu preso da un'angoscia improvvisa, non poteva respirare, gli tremavano le gambe, riusciva a stento a reggersi in piedi. Il custode lo guardava come se fosse pazzo, o un mitomane, un attore, ma nel momento in cui cadde a terra incosciente, si spaventò e fu costretto a reagire.

- Ancora lei? - Sentì che gli chiedeva il medico del pronto soccorso appena aprì gli occhi - Cosa ha visto questa volta? Il naso di Dio? Una stella ubriaca? Il sorriso di una lucciola? Un raggio di sole in piena notte come la settimana scorsa?
Decise di richiudere gli occhi, tanto le luci le vedeva lo stesso.



Cronologia

I
Falsificò la lettera d’un’ipotetica università svedese che lo presentava come un eminente professore milanese, specializzato in pitture rupestri, loro stimato collaboratore. Il direttore del dipartimento d'arte richiedeva al museo il permesso di entrare nelle grotte e fotografarle. Le immagini, poi, sarebbero state inserite in una prestigiosa pubblicazione che sarebbe apparsa nei mesi successivi. Naturalmente il museo sarebbe stato citato e ringraziato nell'articolo.
Lo stratagemma funzionò alla perfezione. Il direttore del museo, un uomo allo stesso tempo ambizioso e rancoroso, riteneva che lo Stato fosse il principale colpevole della disattenzione nei confronti del patrimonio artistico locale. Decise quindi di non informare la Soprintendenza per evitare lungaggini e di consentire l'accesso all’inviato degli svedesi. Un po’ di pubblicità internazionale avrebbe certo portato turisti e visitatori (e alla fine persino il plauso delle autorità… incompetenti).

II
Dovette percorrere tantissime gallerie, botteghe d'arte e studi di pittori. Cercò anche per le strade. A Roma, Firenze, Milano. Proprio a Milano lo trovò seduto su un marciapiede, disperato, in preda al delirio dell’alcol e della frustrazione. Ottimo pittore, un cuore immenso, smarrito nei suoi incubi, senza più speranze e senza un soldo. Tuttavia, non furono i soldi a convincerlo, ma gli encomi al suo talento, alla sua abilità nel dipingere, alla sua fantasiosa percezione delle forme.

III
In tutto erano in tre. Lui, il giovane pittore spedito in Basilicata e il terzo uomo a Milano, per provvedere a quanto sarebbe occorso. Non volendo destare sospetti, tenevano tutti gli utensili ben nascosti in un armadio nell'appartamento che avevano affittato nei pressi del Museo. Se gli fosse mancato qualcosa, l'uomo a Milano gliel'avrebbe inviato. Con l’autorizzazione del direttore, usarono apparecchiature ad alta fedeltà per fotografare il quadro. Avrebbero così potuto ampliare le immagini con nitidezza, senza perdere nessun dettaglio. Stamparono copie dello stesso formato del dipinto: il risultato era davvero eccellente. Tuttavia, il giovane capì che per riuscire a copiare quel tramonto, avrebbe dovuto ammorbidire con una pazienza da certosino i rossi e gli arancioni. Ci voleva un po’ di giallo. "Mi raccomando" disse al capo, “fatti mandare un paio di tubetti di Terra di Siena”.

IV
Poche settimane dopo. Uno dei custodi che badavano alla galleria rimise a posto il quadro che era stato spostato. "Stronzi! Quelli del nord sono proprio degli stronzi! Hanno persino sporcato un angolo del dipinto!". Con delicatezza passò un panno sulla tela. Le macchie non sparirono. Avvisò il direttore. Quest’ultimo, sebbene un po’ preoccupato, all’inizio fece finta di nulla, ma quando, dopo tre giorni, le macchie avevano invaso gran parte del quadro, fece venire un perito a spese sue. La conclusione dell’esperto non lasciava ombra di dubbio: il dipinto originale era stato sostituito da un altro, una copia per la quale era stato usato un pigmento che, a causa dell’umidità della grotta, era diventato scuro, verdastro. Questo, concluse il perito, era accaduto perché i truffatori avevano probabilmente usato un pigmento giallo cromo mescolato con lo zolfo, cosa che nessun pittore locale avrebbe mai fatto. Anche se il direttore cercò in tutti i modi di evitarlo, la notizia si diffuse ovunque. Il "dipinto di Matera", come venne chiamato l'olio, prima noto solo a pochi esperti, apparve sulle riviste specializzate e persino sui quotidiani nazionali ed esteri.

V
Aveva soggiornato per un paio di mesi all'estero - meglio lasciare che le cose si calmassero - e poi era ritornato a Milano. Appena rientrato in casa andò nella stanza che usava come biblioteca, chiusa da una porta blindata come una cassaforte, e si dispose ad ammirare - assaporare - il controverso nuovo acquisto. La vista del quadro lo colpì al cuore. Non poteva crederci. Il tramonto si era scurito!

VI
Era a Londra. Un buon mercato per le opere d'arte. Pur essendo giovane e straniero sapeva bene a chi rivolgersi. “Sono contento", pensò. "Non è andata male. Tutto il trambusto non farà altro che aumentare il valore del dipinto. E di interessati a comprare opere d’arte trafugate ce ne sono sempre tanti”. Bastava aspettare il momento giusto, e tempo e pazienza non gliene mancavano di certo. In questo la vita di strada e la disperazione possono essere vere maestre.
- Quello scemo del capo ormai si sarà accorto - si disse sorridendo soddisfatto - che avevo fatto due copie. È vero che per la sua copia ci vorrà più tempo. Lo zolfo che ho messo nei pigmenti agirà più lentamente a Milano.
Testo: Amata Brancaleone (Lluís Castell Fàbrega, Anna Puigdefabregas)
Foto: Arte astratta ferroviaria.
A cura di: Paolo Gravela
CapGazette 2015

Elena. Seconda parte







Elena
Un racconto di
Amata Brancaleone
Seconda parte

Dopo anni di sofferenze lui era arrivato ad avere un equilibrio e, cosa più importante, era riuscito a salvare quella sua piccola famiglia, quello scudo protettore che, senza alcun dubbio, amava più di ogni altra cosa.
Amava quella piccola pazza con tutto il suo cuore e si accusava di non essere riuscito a farle da padre. Amava Chiara con quel tranquillo sentimento che lei accettava senza chiedere di più, senza esigenze, senza rimproveri, ormai, dopo più di vent'anni insieme, erano una coppia affiatata.
Lei era entrata nella sua vita quando lui aveva già più di quaranta anni. L'aveva conosciuta in una sosta di un viaggio d’affari, a casa di amici di entrambi, e quasi subito aveva capito che questo incontro lo avrebbe spinto a dare una svolta alla sua vita, fino ad allora priva di una meta personale chiara.
Chiara con quella bellezza un po’ androgina, quell’ampio sorriso, gli occhi che avevano visto tanto mondo, quella vita libera, quell’atteggiamento mondano, indipendente... E tante altre cose che in poco tempo imparò da lei, quel gusto per la musica, la letteratura, il cinema, il teatro, tutti gusti simili ai suoi. Chiara e lui insieme. Adesso tutto sarà più facile – aveva pensato, allora.
Purtroppo facile non era stato.
Perché certe cose facili non sono.
Nato e cresciuto in campagna, unico maschio nel bel mezzo di quattro femmine, due più grandi da imitare, due più piccole con cui giocare, lui era sempre stato serio, responsabile e ligio a compiere i comandamenti familiari: bravissimo a scuola, al liceo e all’università, aveva preso la laurea in Economia e Ingegneria Agraria a Bologna come aveva voluto suo padre, che sognava che il suo unico figlio maschio trasformasse la piccola azienda famigliare in qualcosa d’importante.
Però quello che Massimo voleva era ben altro. Voleva andarsene via. Voleva vivere lontano. Voleva vivere la sua vita senza tanti occhi su di lui. Voleva soprattutto non essere il protagonista di quel programma paterno.
Tuttavia, fece tutto quello che da lui ci si aspettava.
Tutto tranne sposarsi. E questo divenne motivo di una lotta interiore continua e difficile.
Una lotta che durò finché gli anni non lo misero definitivamente e violentemente a confronto con quell’identità che aveva sempre negato a se stesso e che finalmente veniva fuori, e fuori da ogni dubbio. Non è che lui si fosse liberato davvero del tutto dal peso delle regole familiari e sociali. Continuamente attento a fingere, a cercare di stare sempre in gruppo, a non farsi vedere in compagnia di qualche amico “speciale” da chi avrebbe potuto raccontare qualcosa in paese.

Lei sarà già in camino – si disse Massimo pensando a Chiara – devo assolutamente parlare con lei. Non ce la faccio più. Lei mi aiuterà, ne sono sicuro, sarà difficile, lo so, ma sono sicuro che insieme sarà più facile. Più facile per me, che ho portato questa peso per tanti anni. No, non glielo posso dire, sono un egoista. Però, come andare avanti con i ricatti di Elena? È lei a ricattarmi in realtà, grazie a quei messaggi che ha scoperto sul mio telefonino o sono io che, al solo pensiero che lei sappia, che parli con Chiara, con tutti, accetto ogni suo capriccio?
Lo psicoanalista, parlando di Elena, gli aveva fatto capire parecchie cose. Cose come la necessità nell’adolescenza di cercare l'identificazione femminile e la ricerca a quell’età della figura maschile nel padre e via dicendo. Questa colpa lo strozzava, lo avrebbe strozzato anche se Elena non si fosse accorta della sua omosessualità?
Da molti anni lui era in psicoterapia. All’inizio di nascosto da Chiara, ma dopo un po' di tempo, una sera che parlavano della famiglia, di quel padre padrone che gli era toccato, aveva deciso di approfittare del momento per dirle che a volte aveva pensato di andarci. E Chiara l’aveva incoraggiato, dicendo che anche lei ne avrebbe avuto bisogno.
L'arrivo di Chiara interruppe le sue riflessioni, i suoi ricordi. Il suo abbraccio lo confortò. Ebbe la sensazione di lasciarsi portare fino alla macchina per mano, come un bambino indifeso. Sulla strada di casa la mano destra di lei carezzava ogni tanto i suoi capelli, la sua mano. La quinta sinfonia di Mahler riempiva il silenzio.

- Meno male, caro, che l’incidente è stato lieve – disse Chiara mentre girava la chiave nella serratura per entrare. Ma credo che ti dovresti riposare per qualche giorno e non andare a lavorare.
- Hai ragione. Resterò a casa almeno domani. Anche perché... ho bisogno di parlare con te tranquillamente, senza la presenza d’Elena. Dobbiamo parlare di questa famiglia, non credi?
- Certo. Eccome se dobbiamo!
Fu una lunga notte. Contravvenendo alla loro prima intenzione di aspettare l’indomani per parlare, ormai soli nella stanza, non poterono evitare che uscisse a fiotti quel magma di sentimenti, paure, domande, segreti impossibili da celare oltre.
A cosa era dovuto quel loro evidente fallimento nell'educazione di Elena? Non si poteva negare che tutti e due l’avevano viziata troppo e, in questo senso, si sentivano in colpa. Un sentimento che, però, andava più in là: la mancanza di sincerità tra loro.
Chiara riconobbe di aver nascosto a Massimo parte del suo passato. Non gli aveva mai parlato di quella sua infanzia e adolescenza vissute nell’abbondanza economica, ma anche nella più assoluta assenza d’amore materno. Questo, insieme alla soffocante rigidità di sua madre, l’aveva spinta a fuggire da casa a 18 anni in cerca dell'agognata libertà. Ed era successo quello che era successo. Per questo aveva voluto cancellare tutta quella prima parte della sua vita, proprio come si vuole dimenticare un incubo, ed era stata questa la ragione per cui non gli aveva mai raccontato niente. Semplicemente aveva deciso di fare tavola rasa. Poi, con Elena, per quell' “effetto pendolo” che tante volte segna i nostri atti, aveva agito in un modo del tutto contrario a quello di sua madre, senza accorgersi delle disastrose conseguenze che ne potevano derivare.
Per Massimo parlare per la prima volta con Chiara della sua omosessualità fu una vera liberazione. In fondo intuiva che lei lo sospettasse, come di fatto gli venne confermato. Tuttavia, era stato più comodo per entrambi far finta di niente affinché si mantenesse incolume quella struttura che avevano costruito. Riconosceva la sua codardia nel sottomettersi ai ricatti d’Elena. Sarebbe stato meglio confessare tutto a Chiara quando avevano cominciato, ma, come tante altre volte nella sua vita, si lasciò portare dalla paura, dai dubbi, dall’insicurezza.
Il cielo cominciava a imbiancarsi quando decisero di riposarsi al meno per un paio d’ore. Li aspettava un giorno intenso. Non sarebbe stato facile parlare con Elena e convincerla della necessità di fare terapia.

Elena guardò la sua camera per l’ultima volta. Le piaceva tanto, tutto in ordine. Un vero peccato non rivederla mai più... “È l’unica scelta”, disse a sé stessa. “Non mi lasciano alternative”.
Quando era tornata da scuola non pensava nemmeno che sua madre e suo padre sarebbero stati insieme, aspettandola per “parlare”. Parlare? Era stato un monologo insopportabile! Sua madre, che credeva mezzo stupida, era diventata all’improvviso forte, coraggiosa. Abbastanza coraggiosa da dirle che la situazione non poteva continuare come era stata finora. Abbastanza forte per dirle che sapeva che suo padre aveva avuto un segreto per tantissimi anni, ma che non era importante per lei perché lo amava. “Amore”, pensò Elena. “Non esiste. L’amore è un'invenzione, lo fanno solo per infastidirmi, non voglio sentire altro. Finito”. Come poteva una donna amare un uomo omosessuale? Come potevano pensare di abitare insieme? “Ti porteremmo dallo psicologo, Elena. Tu sapevi tutto e ne hai approfittato. Ti vogliamo bene, cara, che non possiamo continuare così. Devi capire che non puoi fare sempre quello che vuoi. Ormai non ci puoi più ricattare”.
Elena ricordò all’improvviso un momento di quando era piccola. Aveva sette anni e un gattino chiamato Luigi. La mamma l’aveva portato una mattina dopo averlo trovato in strada, miagolando. Il gatto era carino, ma non amava Elena. Fin dall'inizio voleva stare con Chiara, fuggiva da Elena quando lei voleva prenderlo. “Devi coccolarlo quando lui ne ha voglia, Elena. Non farà sempre quello che vuoi tu!”, le diceva la mamma. Solo una volta il gatto aveva fatto quello che doveva: non scappare quando lei l’aveva messo in una scatola e lasciato un’altra volta nella strada, lontano da casa. Ancora lo ricordava miagolando. “Adesso sì vuoi che ti prenda, stupido gatto?”.
Mentre chiudeva silenziosamente la camera dei suoi genitori, che dormivano profondamente, le tornò in mente il momento in cui aveva chiuso la scatola del gatto. “Non chiudono mai a chiave, ma oggi sì. Oggi la loro porta sarà chiusa a chiave. Mi piacerebbe conservarla, sarebbe un bel ricordo”, pensò, mentre entrava nello studio di suo padre. C’erano ancora gli incartamenti del suo ultimo progetto sul tavolo, vicino al posacenere. Sua madre gli diceva sempre che doveva smettere di fumare, ma lui aveva sempre la stessa risposta: “Ma cara, mi piace tantissimo fumare dopo aver finito il lavoro! Mi piace il fumo, vedere come fa delle forme capricciose e non pensare a nient'altro”. Elena sorrideva, mentre accendeva una sigaretta e la lasciava cadere sul tavolo, sul progetto. “Il fumo sarà il tuo sudario”.
Due donne chiacchieravano nell’ospedale. Non potevano credere a quella tragedia. Solo il giorno prima avevano parlato con un uomo simpatico e gentile in quello stesso posto e adesso lo rivedevano sul giornale, in una fotografia con una bella donna dagli occhi azzurri.
“Incendio in un appartamento, muore una coppia e lascia orfana una quindicenne”.
- Poverina – commentò una delle due - qui dice che lei era in cucina e stava bevendo un bicchiere d’acqua quando si è accorta che al secondo piano c’era fuoco. Una sigaretta non spenta, dicono. Malgrado lei abbia cercato di aprire la porta, era chiusa a chiave con i genitori dentro. Era dovuta correre fuori per salvarsi almeno lei. Tutta la casa in cenere. Cosa farà adesso?”.
L’altra donna annuì:
- Veramente una tragedia. Cosa può fare una quindicenne da sola?
Testo: Amata Brancaleone (Carmen Rosúa, Esther Artero, Irene Acedo, Viviana Baró)
Foto: Profilo a Rotterdam.
A cura di: Paolo Gravela
CapGazette 2015

Elena







Elena
Un racconto di
Amata Brancaleone
Prima parte

Non risponde nemmeno al telefono in ufficio. Ma quante volte gli ho telefonato in quest’ultima ora? Undici? Certo, sono troppe. Sto davvero rischiando. Ma non ce la faccio a smettere. Non c’è scusa possibile. Alle 15 la pausa pranzo è già finita da più di mezz’ora. Dovrebbe essere tornato in ufficio. Dovrebbe rispondere. Dovrebbe essere raggiungibile! Ma niente, solo silenzio. Ok, ok, basta! Basta! Devo saper giocare bene le mie carte. E poi, in realtà chi perde di più? Anzi, chi vince di più in questa situazione? Allora, quindi, smettila di telefonargli, “piccola pazza”. Adesso dovrò chiamare a casa e chiedere a quella deficiente di venire a prendermi in questura - pensò Elena.

Quella mattina era andata un po' oltre, il motorino rubato a scuola, la droga che per fortuna avevano consegnato prima che i poliziotti li fermassero… Ora doveva pensare velocemente a cosa raccontare per tirarsi fuori come tante altre volte dai problemi in cui si cacciava, uno dopo l’altro. Comunque con la sua capacità di mentire, di manipolare, d'ingannare, di sedurre, c'era sempre riuscita.

Il telefono! È lui. Chiama dal cellulare. Come mai?…
- Pronto? Ciao, finalmente. …. Undici? Non è stata colpa mia. Dimmi piuttosto perché non rispondevi. Evidentemente avevo bisogno di parlarti, no? Dovevo dirti una cosa importante… come?...

Per fortuna l’urto non aveva avuto gravi conseguenze: alcune ammaccature e un braccio al collo per un paio di settimane.
Mentre aspettava che Chiara lo venisse a prendere, cercava d’allontanarsi dalle sue preoccupazioni leggendo un articolo di viaggi. Ma la conversazione tra due donne sedute accanto a lui attirò la sua attenzione.
- Povera donna. La figlia è morta da una settimana, ma lei è tornata a visitarla farle visita come se fosse ancora in coma.
- È impazzita, poveretta... La perdita d’una figlia sedicenne è dev’essere terribile... da impazzire.
E non era forse “da impazzire” anche la presenza d’una figlia manipolatrice, egoista e aguzzina? Pensò Massimo tornando in sé. Non negava la sua responsabilità, o meglio, la loro responsabilità: lui e Chiara avevano viziato Elena fin da molto piccola, concedendole tutti i suoi capricci, per quanto assurdi fossero. Come quando, a dieci anni, volle farsi dipingere la stanza color rosa (mobili inclusi), ma un mese dopo si stufò e, in risposta al loro “educativo” rifiuto, sporcò tutto con uno spray nero.
Era una pessima studentessa, anche se dotata d’una perversa intelligenza che sapeva perfettamente utilizzare per ottenere qualsiasi cosa volesse, soprattutto perché trovava sempre i punti deboli delle persone. E nel caso di Massimo ce n’era uno particolarmente debole.
- Quando è cominciato il suo cambiamento? Come mai siamo arrivati a questa situazione?
Si domandò come tante altre volte.
Ma in quel momento, forse per l'idea della morte, che aveva sentito così vicina e che adesso gli ricordavano le donne che chiacchieravano, le sue domande avevano un'intensità diversa.
- È possibile che non riesca a ricordarla piccola e dolce com'è stata una volta? Fino a quattro anni? Sarà stato quel primo trasloco a farla cambiare? La mancanza dei nonni, dei cugini, della casa grande, spaziosa, dove giocava felice e tranquilla?
Eh sì, la vita era cambiata per tutti e tre. La vita in città, le nuove responsabilità nella ditta, Chiara che non aveva trovato lavoro subito e si era dedicata per intero a Elena come cercando di compensare tutte le mancanze.
La piccola era graziosa, parlava come se fosse più grande, e questo richiamava l'attenzione di chi la conosceva. Tuttavia a scuola, anche se si adattò presto, cominciò ad avere atteggiamenti che a metà corso spinsero la maestra a chiamarli per metterli al corrente. Questo li colse di sorpresa e nessuno dei due accettò di buon grado le raccomandazioni. Loro non credevano che a Elena occorressero limiti, era così buona, non aveva quasi mai avuto bisogno di un "no" secco, accettava senza discussioni le loro richieste, era simpatica, dolce.
Tutto questo si dissero allora. E ancora, due anni dopo, non accettarono più di un primo incontro con la psicologa della scuola. Erano convinti: la causa era il trasloco e, con il tempo, tutto si sarebbe aggiustato. Purtroppo il tempo non fece altro che confermare che in quella simpatica, dolce, bambina c'era già il germe dell'adolescente che oggi li faceva impazzire.
E adesso, seduto su quella panca in ospedale lui si stava domandando, con la testa tra le mani, tante, troppe cose.

Chiara guardava crescere la torta nel forno. L’aveva fatta per Elena, sua figlia, che ne aveva chiesta una per quel giorno. Se non l'avesse fatta, avrebbe certo combinato un guaio… come d’altronde aveva appena fatto. Le aveva telefonato dalla stazione di polizia, dove era stata portata dopo che due poliziotti l’avevano “vista” con un amico su una motocicletta che non era loro. “Ma mamma, io non lo sapevo! Gianni è uno stronzo e mi aveva detto che era di suo fratello e che lui poteva già guidare!”. Difficile crederle. Per fortuna, i poliziotti sì che ci avevano creduto e l’avevano portata a scuola subito dopo la telefonata. “Sua figlia non c'entra niente, signora, ma crediamo che debba sapere che Elena non era a scuola e può essere pericoloso”. “Grazie mille”, aveva detto lei. Come spiegare al poliziotto che a volte pensava che, se la figlia non fosse ritornata, né a Massimo né a lei stessa in fondo…
“Elena non è la stessa figlia che avevo qualche anno fa”, pensò Chiara mentre lavava i piatti, “cosa abbiamo fatto di male Massimo e io?” Massimo, suo marito, aveva viziato Elena, ma non ne parlavano mai. “Forse è arrivato davvero il momento di parlargliene”. All’improvviso pensò che era strano che Massimo non l’avesse già chiamata, era un po’ tardi e, quando usciva, le telefonava sempre. “Qualche imprevisto”, si disse, “ma, se arriva in ritardo a scuola, Elena si seccherà e….”. Elena, Elena... Bisognava sempre pensare a cosa sarebbe piaciuto a Elena, a cosa avrebbe voluto Elena…
Chiara si guardò nello specchio. Riconosceva ancora sul suo volto la bellezza di alcuni anni prima, quando era giovane e poteva godersi la vita. Pensò a se stessa quando aveva l’età di Elena. Allora aveva ancora i modi di una ragazzina ricca che doveva sposarsi con qualche cretino ricco. Sua madre, che l'aveva voluta solo per trovarle un marito, le diceva sempre come camminare, come mangiare, come parlare e come ridere come… una… signorina. Diciamo così. Ancora oggi, dopo più di quaranta anni, si correggeva stizzita quando prendeva il coltello da carne per tagliare il pesce. Sua madre, sempre seria, sempre severa. Chiara non ricordava le avesse mai detto un semplice “ti voglio bene”. Amava solo i suoi tre maschi, morti prima della “tua nascita”, per cui vestiva sempre il lutto. Forse proprio per quella ragione era fuggita quando aveva 18 anni con i soldi che aveva risparmiato (e non erano pochi) per vivere la vita a modo suo: viaggiare con uno zaino per compagno, il mondo ai suoi piedi, parlare lingue straniere subito dopo averle sentite, sgrammaticate, vestire tutti i colori che sua madre non le permetteva di mettere. Il paradiso per una ragazzina come lei, che non aveva avuto che regole…
La sorpresa venne anni dopo la sua fuga, quando sua madre morì all’improvviso e un avvocato fece l’impossibile per trovarla (abitava in un quartiere periferico di una città periferica in un paese periferico) per dirle che tutti i beni adesso erano suoi. Aveva sempre creduto che sua mamma avesse deciso di diseredarla e invece, ad appena 30 anni, aveva una fortuna tutta sua. Così, dopo aver venduto le fabbriche e le aziende rurali della famiglia, Chiara se ne tornò “quasi a casa”, quasi perché non tornò al paesello di campagna, ma in centro città, di una città importante (e nel suo paese benestante).
Pensava di vivere da sola, come sempre, ma un po’ per caso Massimo era già entrato nella sua vita in un viaggio recente. Aveva la sua stessa età, e come lei veniva da un piccolo paese e sapeva come era la vita in campagna. Era tranquillo e gli prometteva la stabilità di cui lei aveva bisogno. Sapeva che non era innamorata, ma quello era un amore maturo, diverso da tutti quelli che aveva avuto fino ad allora. Non c’era passione, ma c’era un amore senza esigenze, semplice e puro. Si erano sposati pochi mesi dopo essersi conosciuti, in una piccola chiesa in cui nessuno si era fatto vivo per vedere Chiara che “si maritava”. Lei aveva detto a Massimo che i suoi parenti erano morti, che non aveva nessuno nella vita tranne lui.

La vita scorreva tranquilla fino al momento in cui lei si accorse di non avere il ciclo da alcuni mesi. “Sei troppo giovane per la menopausa, Chiara. Sei incinta”. A 39 anni, fu una bella sorpresa per una coppia che non si aspettava dei figli. Pensarono che quella piccolina sarebbe stata la ragazza più felice del mondo. Elena era una bambina così carina, una bambola con gli occhi azzurri, come quelli di Chiara. Lei si era ripromessa che sua figlia non sarebbe stata mai infelice, che lei sarebbe stata una madre come quella che non aveva avuto.

“Forse ho voluto troppo. Forse abbiamo fatto troppo. Forse è già tardi”, pensava mentre spegneva il forno. Come riavere indietro la sua dolce bambina, dopo tante minacce? Quando Elena aveva trovato le fotografie, non pensò che sarebbe stato un problema. Aveva mille fotografie nascoste in una scatola. Fotografie di lei in Spagna, negli Stati Uniti, in Africa... Il suo segreto raccontato in immagini. Come è naturale, Elena aveva domandato cosa faceva sua mamma, così giovane e da sola, sulla Torre Eiffel e in altri mille posti. Era accaduto quando Chiara credeva ancora di potersi fidare di sua figlia, così raccontò la verità per la prima volta nella sua vita e le domandò di non dirlo a nessuno. Come poteva immaginare che quella confessione sarebbe diventata una minaccia capace di fare male a Massimo e di distruggere tutto quello che avevano costruito?
All’improvviso, una chiamata. “Pronto. Ciao, caro, dove sei? Vieni già con Elena?... Come? Prendo la macchina subito”. Prima di uscire, Chiara ha ancora un pensiero per Elena. “Credo che oggi non potrà mangiare la torta ancora calda”.

(continua)
Testo: Amata Brancaleone (Carmen Rosúa, Esther Artero, Irene Acedo, Viviana Baró)
Foto: Profilo a Rotterdam.
A cura di: Paolo Gravela
CapGazette 2015

La fine

La fine

Quando Beppo Sansilvestro udì le campane, non essendo ancora mezzogiorno, smise subito di arare e tese l’orecchio ai rintocchi. In effetti suonavano a morto.
Quando Silvano Saverio, commesso viaggiatore di bottoni, passò davanti al portoncino dietro la chiesa, Don Mauro aveva appena attaccato l’epigrafe sotto la Madonna dei Dolori, ma siccome il Saverio non era del posto e non sapeva che così si annunciassero i defunti in paese, non tirò dritto e si avvicinò incuriosito a leggere l’avviso.
Quando Maria Garvatella si fermò non capì un bel niente. Non sapeva chi veramente fosse quel Giancarlo Maria Barbarese di 90 anni che una fotografia piccola piccola mostrava da giovanotto, con baffi sottili e uniforme militare.
Quando Gennaro Baruzzo, barbiere, la raggiunse, dedussero tutti insieme dall’indirizzo che quello non poteva che essere Cacà, il fabbro ferraio.
Quando passò il ragioniere Gonzaga Gazzarrini con sua moglie donna Mariolina a braccetto, lo confermarono. Non per niente lei era un’informatissima figlia di notaio, nonché parente lontana della vedova.
Ad essere sinceri, nessuno sapeva con certezza se Cacà e il defunto Barbarese fossero la medesima persona.

Solo i più vecchi del paese se la ricordavano quella storia accaduta tanti anni prima.
Tale Giancarlo Maria Barbarese, ingegnere di opere civili venuto da Milano in occasione di importanti scavi nella Magna Grecia, era comparso in quelle zone, mentre cercava un luogo dove riposarsi. Di lavoro ne aveva fatto parecchio, tant’è che aveva appena fatto una magnifica scoperta archeologica di cui tutti i giornali dell’epoca parlarono. Certo è che alla fine a ben altro che riposarsi si dedicò: incapace di starsene con le mani in mano, non smise di ricercare e scavare finché non sposò Evangelia Negri.
Era costei la figlia ancor zitella del farmacista Antonino Negri, ovvero l’ereditiera di una considerevole fortuna che proveniva dalla famiglia dalla defunta sposa del Negri. La storia si ripeteva.

Il matrimonio Barbarese Negri non fu mai benedetto da prole, sarà stato molto probabilmente questo il motivo principale per cui la povera Evangelia era precipitata in un’esistenza cupa e soffocante. Tutt’altro successe al Barbarese, poiché una volta capito che la vita gli risparmiava la responsabilità di diventare padre, si ributtò freneticamente in questioni di scavi e musei. In continuo andirivieni tra gli uni e gli altri, su e giù per la penisola, il Signor Giancarlo non disdegnava fermate intermedie in letti e case di dubbiosa reputazione, anzi di indubbia cattiva reputazione. Evangelia taceva e sopportava con rassegnazione le offese e faceva finta di niente quando incrociava per strada quelle pettegole.
Un bel giorno, e quello seguente, e quello dopo ancora, il Barbarese sparì nel nulla. O meglio: non fece più ritorno. Si diceva, chi per scherzo e chi sul serio, che avesse trovato il più grande tesoro del Mediterraneo, ma nessuno seppe mai né dove né quando. Man mano che passavano i giorni, i pettegolezzi più maligni svanirono, ed Evangelia abbandonò l’attesa e i ricordi; ritornò zitella.

Vent’anni dopo, qualcuno le bussò alla porta, entrò e si sedette nella poltrona del salotto, senza salutarla né dire niente. Era un uomo vecchio, magro, dallo sguardo diffidente, dal viso stanco. Evangelia lo accolse, lo tenne per sé e disse a tutti che suo marito era infine arrivato da una lunga missione in terre lontane. Quel vecchio di lì a poco cominciò a fare il ferraio. Se quello fosse stato davvero il Barbarese o no, per la verità una certa sua aria ce l’aveva, nessuno lo seppe mai con certezza.
Tutti si afflissero per il decesso del Barbarese, ché in fondo una celebrità come lui quel posto non l’aveva mai avuta e in più quella storia dell’identità del vecchio dava ancora di che parlare e non era poco in tempi in cui non succedeva più nulla, in anni di noia.

Solo uno dei paesani si sarebbe assai rallegrato per quella morte, se si fosse trovato lì con loro e con Don Mauro. Si chiamava Giovanni Becaro e faceva il veterinario a Matera: lui sì che era stato sempre perdutamente innamorato di Evangelia. Fin da fanciullo, quando erano vicini di casa, le andava dietro tutto il giorno, ogni giorno, su e giù dovunque lei andasse, lei però non lo aveva mai degnato della minima attenzione. Quando alcuni anni dopo comparve l'ingegner Barbarese, con quel suo fare da gran signore del Nord, Giovanni capì che era arrivato il momento di metterci una pietra sopra, fu un colpo duro. Tuttavia, siccome il primo amore non si scorda mai, appena venne a sapere che il Barbarese era scomparso, da gentiluomo qual era, fece passare un po’ di tempo, per prudenza, e poi decise di provare di nuovo a convincere Evangelia. Un giorno le si presentò con una scatola di cioccolatini comprati a Napoli e benedetti da San Gennaro; un altro le portò un mazzolino di occhietti della Madonna raccolti sulla strada di Ferrandina, di ritorno dalla casa dello zio Pasqualino, dove era stato a curargli la mucca migliore. Quei fiori però Evangelia li aveva messi sotto la fotografia del marito scomparso. Insomma, tutti i suoi tentativi andarono nuovamente a vuoto e in giro non lo si vide più.

Ma rieccolo infine: dietro la bara, che fosse quella del fabbro o dell'ingegnere ormai poco importava, con Evangelia di nero vestita c’era anche lui, il veterinario Becaro. E con lui Beppo Sansilvestro, Mariolina e il ragioniere Gonzaga Gazzarini, Don Mauro, Maria Garvatella, il barbiere Gennaro Baruzzo e persino il commesso viaggiatore, desideroso pure lui di far parte di una storia appena narratagli.


Text: © Sílvia Gasull, Pedro Ribosa, Josep Tuñi
Foto: dipinto di Giovanni Fattori
CapGazette Ottobre 2015

Les aventures de l’Epicur 1

Les aventures de l'Epicur

Aquí hi ha gat amagat

a Misu, Last, Alfredo, Gelsomina
i els altres gats que m’han aguantat.
A Gaetana - Tani - Vergano,
meva professora d’història i filosofia al liceu.

Cap gat, essent jove, dubti en filosofar,
ni essent vell deixi de filosofar.
(Epicur, el gat)


Pròleg

El meu filòsof preferit és el meu gat, no per res es diu Epicur. Pensa tot el dia i no parla mai. Quasi mai: de vegades explica dels seus amics, els gats del barri amb qui dona voltes pels teulats, pels jardins i sota els cotxes aparcats. Són tots filòsofs com ell i es diuen amb els noms més extranys: Parmènides, Heràclit, Leucip, Lucreci, Pitàgores… Santagostí, Spinoza, Leibniz, i un tal Nietzsche, un individu amb grans bigotis que s’ho passa bé atacant els gossos.
En què pensa l’Epicur quan no parla, és a dir gairebé sempre? En les coses. En quines coses? Una mica de tot: en les croquetes, naturalment, en les aventures del carrer, en les rates, els gossos, les colomes, els lloros, les gavines, els cabdells de llana, les ombres, les catifes i les butaques, les cortines i en moltes més coses de la seva vida. Tot i això, més que res pensa en les converses amb els seus amics, per exemple en allò que li va dir el Parmènides una nit de la setmana passada mentre robaven un tros de carn al gos del conserge:
- Pobret, estava lligat i no podia fer res més que lladrar i estirar de la cadena com un boig…
- Això et va dir en Parmènides, Epicur?
- No, aquest és un comentari meu sobre la trista vida del gos del conserge.
- El gos és un animal educat, digne Epicur, no pas com tu. Però ara digues-me què et va dir en Parmènides.
- Ets curiós, eh? Què em dones a canvi?
- Interessat!
- Més aviat, desconfiat. Millor no refiar-se gaire dels humans
- No facis tant el filósof i digues-me què et va dir en Parmènides!
- Llaunes de tonyina?
- Entesos.
- D'acord. - Aixó és el que em va dir el Parmènides: “Cada nit la mateixa història, Epicur, amic meu. Nietzsche que intenta espantar els gossos i els corbs, Sartre i Russell que persegueixen les gatetes i nosaltres aquí robant la carn a aquest pobre diable. Tot es repeteix, amb mínimes variacions sense importància: l'equilibri entre les forces en joc està garantit”.
- Un individu una mica trist el teu amic Parmènides.
- Ell és així. Però no saps què va passar després.
- Què va passar?
- Què em dones a canvi?
- Un altre cop? Però...
- Demà salmó?
- Entesos.
- Mentre el Parmènides parlava, de sobte un raig d’aigua li va caure al cap, esquitxant-me fins i tot a mi. Saps com ens molesta l’aigua als filòsofs: ens vam amagar tot seguit sota un cotxe aparcat.
Tot i l’esglai, no podia deixar de riure imitant el meu amic: res no canvia, estimat Parmenide, hahaha, l’equilibri entre les forces, hahaha, totes les nits tu xerres i l’Heràclit t’escup l’aigua des de dalt del mur… para ja de riure, tu! - Em va dir en Parmènides - Quin amic ets? I aquell maleducat d’Heràclit, si l’agafo...

L’Heràclit és un gat trist i solitari. Està sempre sol amb la seva mala llet, maquinant contra tothom. Un individu esquerp, irascible, desbaratador, rondinaire, envejós…
Però és un filòsof aquàtic, un dels pocs a qui li agrada l’aigua: cada dia es banya una estona al riu i bufa i maleeix qualsevol que passi per la riba (llevat en Tales, un gat vellíssim i un mica boig que diu que l’aigua és una invenció genial, però del vell Tales en tornarem a parlar):
- Dolent! Covard! Gat miserable, gosset!
Crida l’Heràclit a qui gosa apropar-se al riu. Diu que ningú de nosaltres entén res (llevat en Tales). Afirma, l’Heràclit, que el riu és diferent cada dia encara que sembli sempre el mateix i que fins i tot ell mateix, Heràclit, canvia cada dia.
De fet, desprès del bany diari és una mica menys intractable, per no dura gaire: després d’una hora torna a ser l’Heràclit de sempre, ós i corb, a més de gat.
En Parmènides diu que a l’Heràclit li caldria una gata.
L’Heràclit diu que al Parmènides li caldria una gata.
En Tales diu que l’aigua la va inventar ell.
Tot i això, naturalment, ho sé de forma confidencial de l’Epicur mateix, a canvi de les llaunes de salmó.

Però quants són els amics de l’Epicur? Si ho vols saber amb exactitud, ho has de preguntar al Pitàgores, el gat de tres potes. Coneix tots els nombres del món –és a dir del barri: quants gats negres, quantes gates femelles, quants pardals, merles, dragons i ratolins. Si hom li pregunta quantes sargantanes han passat per aquell mur en les últimes tres hores i deu minuts, ell ho sap, amb exactitud, sense cap mena de dubte, amb precisió centesimal, amb mil·lèsimes i tot.
Però no ho diu.
Els seus nombres, precisos com paranys, són efectivament un secret accessible a poquíssims iniciats. Fa cara de gat que s’ho sap tot, però repeteix sempre només que tots els gats tenen el morro triangular, que tots els becs de les merles són triangulars, que totes les cues dels ratolins són triangulars etc etc: té una veritable mania amb els triangles, per a ell tot el món –es a dir, el barri– és triangular.
Bé doncs, com deia, el meu filòsof preferit és el meu gat. És un gat jove, però ja reflexiona molt. Reflexiona tant que és difícil atreure la seva atenció; un pot moure cordes, fils, trossos de paper, o sabatilles, però si l’Epicur reflexiona no s’adona de res, encara menys de l’absurd fregar-se els dits de la mà. L’Epicur reflexiona quasi sempre i no parla quasi mai, per aixó és molt difícil entendre si està de bon humor o en canvi està trist. Cal saber reconèixer les pistes, els senyals.
Fa un temps, per exemple, durant un violent aiguat vaig entendre que l’Epicur estava preocupat perquè es va amagar sota la catifa:
- Penses, Epicur?
Li vaig preguntar. Pregunta absurda per a un filòsof, a més a més gat.
Tot i això, la seva resposta em va deixar sense paraules:
- L’Spinoza ha desaparegut.

Qui és l’Spinoza? Quines preguntes, no ho has llegit a dalt? És un dels millors amics de l’Epicur i és el gat més amable i pacífic del barri. Viu en un jardí de tulipes i no es baralla mai amb ningú, ni tan sol amb les mosques. No pixa mai sobre les plantes, no esgarrapa les catifes, saluda sempre tothom, és vegetarià i tant savi i amable que fins i tot els ratolins li demanen consell. Un dia, fins i tot un advocat es va dirigir a ell per a un consell. Un advocat jubilat, d’acord, un d’aquells que llencen pa als ocells als parcs, però era un advocat.
L’Spinoza, el gat amb ulleres, és amic de tothom al barri i no podia creure que algú li hagués fet mal. Vaig demanar a l’Epicur més explicacions, però ell com a tota resposta em va passar el seu diari dels últims dies. Us he dit que l’Epicur té un diari on explica les seves aventures?

(continuarà...)
Text: Lino Graz
Il·lustració: Albert Àlvarez
CapGazette 7/2015

Las aventuras de Epicuro 1

Las aventuras de Epicuro

Aquí hay gato encerrado

a Misu, Last, Alfredo, Gelsomina
y los demás gatos que me han aguantado.
A Gaetana - Tani - Vergano,
mi profesora de historia y filosofía en el liceo.

Ningún gato, por ser joven, dude en filosofar,
ni por ser viejo deje de filosofar.
(Epicuro, el gato)


Prólogo

Mi filósofo favorito es mi gato, no por nada se llama Epicuro. Piensa todo el día y no habla nunca. Casi nunca: a veces habla de sus amigos, los gatos del barrio con los cuales da vuelta por los tejados, en los jardines y bajo los coches aparcados. Son todos filósofos como él y tienen nombres estrafalarios: Parménides, Heráclito, Leucipo, Lucrecio, Pitágoras… Sanagustín, Spinoza, Leibniz, y un tal Nietzsche, un tipo de bigotes grandes que se lo pasa bien acechando a los perros.
¿En qué piensa Epicuro cuando no habla, es decir casi siempre? En las cosas. ¿En qué cosas? Un poco de todo: en la comida, naturalmente, en las aventuras de la calle, en los ratones, los perros, las palomas, los loros, las gaviotas, los ovillos de lana, las sombras, las alfombras y los sillones, las cortinas y en muchas más cosa de su vida. Sin embargo, más que nada piensa en las conversaciones con sus amigos, por ejemplo en lo que le dijo Parménides una noche de la semana pasada mientras robaban un pedazo de carne al perro del conserje:
- Pobrecito, estaba atado y sólo podía ladrar y tirar de la cadena como un loco...
- ¿Es esto lo que te dijo Parménides, Epicuro?
- No, esto es un comentario mío sobre la triste vida del perro del conserje.
- El perro es un animal educado, honrado, Epicuro, diferente de tí. Pero ahora dime lo que te dijo Parménides.
- ¿Eres curioso, eh? ¿Qué me das a cambio?
- ¡Interesado!
- Más bien, prudente. Mejor no confiar mucho en los humanos.
- No te hagas tanto el filósofo y dime lo que te dijo Parménides!
- Lata de atún?
- Trato hecho.
- Vale. Esto me dijo Parménides: “Cada noche lo mismo, Epicuro, amigo mío. Nietzsche intentando asustar a los perros y a los cuervos, Sartre y Russell persiguiendo a las gatitas y nosotros aquí robando la carne a este pobre diablo. Todo se repite, con mínimas variaciones sin importancia: el equilibrio entre las fuerzas en juego está garantizado”.
- Un tipo algo triste tu amigo Parménides.
- Él es así. Pero no sabes lo que nos pasó después.
- ¿Qué pasó?
- ¿Qué me das a cambio?
- ¿Otra vez? Pero...
- ¿Mañana salmón?
- Trato hecho.
- Mientras Parménides hablaba, de repente le cayó en la cabeza un chorro de agua, que incluso me salpicó a mí. Tú sabes cuánto odiamos el agua los filósofos: nos escondimos en seguida bajo un coche aparcado.
A pesar del susto, sin embargo, no podía dejar de reírme imitando a mi amigo: nada cambia, querido Parménides, jajaja, el equilibrio entre las fuerzas, jajaja, todas las noches tú hablas y hablas... y Heráclito escupiéndote agua desde el muro… ¡Para de reírte, tú! - Me dijo Parménides - ¡Vaya amigo eres! Aquel maleducado de Heráclito, si lo pillo...

Heráclito es un gato triste y solitario. Está siempre solo con su mala leche, arisco, tramando contra todo el mundo. Un tipo irascible, aguafiestas, gruñon, envidioso…
Sin embargo es un tipo acuático, uno de los pocos filósofos a quien le gusta el agua: cada día se baña un rato en el río y sopla y maldice a cualquiera que pase por la orilla (excepto a Tales, un gato muy viejo y algo loco que dice que el agua es un invento genial, pero del viejo Tales volveremos a hablar):
- ¡Bellaco! ¡Cobarde! ¡Gato de cuatro perras!
Grita Heráclito a los que se acercan al río. Dice que ninguno de nosotros entiende nada (excepto Tales). Afirma, Heráclito, que el río es cada día distinto aunque parezca siempre el mismo y que él mismo, Heráclito, cambia cada día.
De hecho, después de su chapuzón diario tiene algo menos de genio, pero dura poco: al cabo de una hora vuelve a ser el Heráclito de siempre, oso y cuervo, además de gato.
Parménides dice que a Heráclito le haría falta una gata.
Heráclito dice que a Parménides le haría falta una gata.
Tales dice que el agua la inventó él mismo.
Todo esto naturalmente lo sé de forma confidencial de Epicuro, a cambio de las latas de salmón.

¿Pero cuántos son los amigos de Epicuro? Si lo quieres saber exactamente, tienes que preguntárselo a Pitágoras, el gato con tres patas. Conoce todos los números del mundo –es decir del barrio: el número de gatos negros, de gatas hembras, de gorriones, mirlos, dragones y ratones. Si se le pregunta cuántas lagartijas han pasado por tal muro en las últimas tres horas y diez minutos, él lo sabe, con exactitud, sin duda alguna, con precisión centesimal, con milésimas y todo.
Pero no lo dice.
Sus números, exactos como trampas, son efectivamente un secreto accesible a muy pocos iniciados. Pone cara de gato que se lo sabe todo, pero repite siempre y sólo que todos los gatos tienen morro triangular, que todos los picos de los mirlos son triangulares, que todas las colas de los ratones son triangulares, etc etc: una verdadera manía con los triángulos, según él todo el mundo -es decir el barrio- es triangular.
Bueno, como decía antes, mi filósofo favorito es mi gato. Es un gato joven, pero ya reflexiona mucho. Reflexiona tanto que es difícil llamar su atención; uno puede agitar cuerdas, hilos, trozos de papel o pantuflas, pero si Epicuro reflexiona no se entera de nada, aún menos del absurdo frotarse los dedos acompañado por chasquidos de la lengua con que nosotros seres humanos imaginamos llamar a los gatos. Epicuro reflexiona casi siempre y no habla casi nunca, por eso mismo es muy difícil entender si está de buen humor o triste. Hay que saber ver las señales, las pistas.
Hace un tiempo, por ejemplo, durante un violento chaparrón entendí que Epicuro estaba preocupado porque se escondió debajo de la alfombra:
- ¿Piensas, Epicuro?
Le pregunté. Pregunta absurda por un filósofo, aún más siendo gato.
Sin embargo, su respuesta me dejó sin palabras:
- Spinoza ha desaparecido.

¿Quién es Spinoza? Vaya preguntas, ¿no lo has leído arriba? Es uno de los mejores amigos de Epicuro y es el gato más amable y pacífico del barrio. Vive en un jardín de tulipanes y no se mete nunca con nadie, ni siquiera con las moscas. No mea nunca en las plantas, non rasga las alfombras, saluda siempre a todo el mundo, es vegetariano y tan sabio y amable que incluso los ratones le piden consejo. Un día, hasta un abogado se consultó con él. Un abogado jubilado, de acuerdo, uno de los que echan migas de pan a las palomas en los parques, pero seguía siendo un abogado.
Spinoza, el gato con las gafas, es amigo de todos en el barrio y no podía creer que alguien le hiciera daño. Le pedí a Epicuro más explicaciones, pero él me contestó pasándome su diario de los últimos días. ¿Os he comentado que Epicuro escribe un diario donde cuenta sus aventuras?

(continuará...)
Texto: Lino Graz
Ilustración: Albert Àlvarez
CapGazette 7/2015